Si Peter Pan supiera cuánto se le echa de menos, quizás no se hubiese empeñado en vivir tan deprisa, en beberse los días como agua de mayo, en no frenarse hasta el final. Quizás hubiese sido más cuidadoso, más delicado; quizás se hubiese pensado dos veces si debía ponerse o no a los pies de los caballos.
Si Peter Pan supiera que Campanilla, siempre con el ceño fruncido, detrás de tanta hostilidad albergaba profundo amor y cariño, quizás se hubiese quedado algo más de tiempo. Quizás hubiese tenido las fuerzas suficientes para engañar al Capitán Garfio una vez más, como antaño lo hacía. Quizás no se hubiese marchado por siempre al país de Nunca Jamás, donde los niños perdidos acaban encontrando su sitio, pese a quién le pese, dejando atrás a Campanilla llorando junto a Wendy su terrible ausencia.
Wendy estaba desolada, se sentía abandonada. No podía hacerse a la idea de que Peter había partido para siempre, de que ya no estaba. Ya no podría zurcir su ropa ni remendar sus errores. Ya no escucharía a su vera nunca más a Sabina. Ahora esas canciones la atormentaban, la entristecían de manera fulminante. Era incapaz de gestionar tanto dolor, tanta pena. Recordaba incesantemente cuando volaban juntos por el mundo y las lágrimas recorrían sus mejillas, lastimando más que nunca.
Campanilla se había convertido en una escéptica. A pesar de que veía continuamente a su alrededor a centenares y centenares de niños perdidos, hacía mucho tiempo que había dejado de creer en Nunca Jamás. Su mente, ahora analítica y racional, había dejado de tener fe en la magia. Pero quién sabe, quizás Campanilla estuviese equivocada, cegada por el cinismo que la vida le había insuflado en lo más profundo de su corazón. Quizás sólo necesitaba recordar el polvo de hada, rociarlo sobre sí misma, dejarse llevar y salir volando. Y flotar, arriba muy arriba, ingrávida, sin miedo, alto mucho más alto, y más y más. Elevarse como un pájaro libre, como una mariposa, y recorrer montañas y valles y ríos, y darse cuenta de que un mundo sin magia era mucho más sombrío, mucho más absurdo, mucho más cruel. Un mundo sin magia estaba vacío. Un mundo sin magia carecía de sentido y puede que también de sensibilidad.
Así pues, éste era el momento de volver a creer en Nunca Jamás, con mucha fuerza y con muchas ganas, fervientemente, porque al final, las cosas son y existen en la medida en que las creemos y las pensamos. Por consiguiente, siempre que Campanilla y Wendy pensasen en Peter, sonriendo, luchando contra piratas, bailando con los indios, contando historias alrededor de un fuego, Peter existiría, Peter sería y viviría en lo más profundo de sus corazones, allí donde se halla el país de Nunca Jamás.
Esto le reportaría a Wendy el consuelo que necesitaba; así, dejaría de sentirse sola y de odiar su casa. Wendy volvería a sonreír. Además, creer de nuevo en Nunca Jamás era una oportunidad necesaria para Campanilla. De esta manera, recordaría la esencia de su propio ser y volvería a ser un hada, porque, en el fondo, nunca dejó de serlo. Y por arte de magia, ambas podrían volar de nuevo, juntas, al país de Nunca Jamás, siempre que quisieran, para ver a Peter y poder jugar con los niños perdidos. Sólo tenían que cerrar los ojos, cogerse de las manos, y recordar. La magia que Campanilla había recuperado haría el resto.